Desde la década de 1950, hemos sabido, científicamente hablando, que todo niño necesita que lo toquen, lo carguen y lo arrullen.
Harry Harlow (1958) y otros, como James Prescott (1975), hicieron famosos estudios sobre los monos Rhesus, y descubrieron que tenían una mayor necesidad de intimidad física que de alimento.
Otros, como John Bowlby (1969), Margaret Mahler y sus colegas (2000) y David Stern (1998), encontraron necesidades idénticas en niños humanos. Todas estas necesidades continúan presentes en la edad adulta. Todos necesitamos que nos toquen, abracen y (a veces) nos arrullen. Incluso bajo estrés ligero, nuestros primitivos no se tranquilizan por completo si no hay contacto.
Un estudio reciente de Brigitte Apfel y su equipo (2011) descubrió que los veteranos que sufren estrés crónico tienen un hipocampo menor que los que se han recuperado del estrés. Una posible interpretación de este hallazgo es que nuestro hipocampo se encoge cuando estamos estresados por mucho tiempo. El hipocampo no sólo regula nuestra respuesta al estrés; además, el estrés crónico parece inhibir su capacidad para controlar la liberación de hormonas antiestrés. Aunque es poco probable que alguna vez puedas determinar el tamaño de tu hipocampo, todo esto quiere decir que es valioso saber que algo que podríamos dar por hecho -como el tiempo que pasamos tocándonos o abrazándonos -puede tener consecuencias neurobiológicas medibles. Más aún: darnos unos a otros el contacto que necesitamos podría revertir daños.
Dr. Stan Tatkin
“Conectados para el amor”